Son las doce de la noche, vuelvo pegajosa y con unos pelos de loca de un concierto. Para casa que voy ya, porque no me aguanto más, maldito dolor de pies... Yo vuelva y una decena de compañeros de vagón se van. Unos chicos que gritan como verduleras, un banquero que vuelve a casa (¿de trabajar? sospechoso...) y una chica.
Me llama la atención tan solo subir, tiene cara de Noemí o de Estefanía, es rubia, alta y para nada delgaducha. La miro pensado en lo mona que va, unos pitillos negros con botas y un atrevido jersey con destellos dorados. Ella me devuelve la mirada y en sus ojos comprendo lo que me quiere decir. Esa expresión de "no me mire por favor, me siento horrible" y ese pensamiento de "seguro que se está fijando en mi barriga o en mis brazotes o en mi cara redonda". No sé que hacer, querría mirarla fijamente para decirle que no se preocupe, que la entiendo al 130% y que gane seguridad en sí misma que está guapísima. Pero no lo hago, sé que si me vuelvo a fijar en ella pensará mal, pensará que la juzgo, como casi todo el mundo. Ding dong ding, su para y baja apresuradamente mirando a los chicos, por si le dedican un último apodo, o insulto.
Injusto es la palabra, este extremo al que hemos llegado tiene que acabarse. La gente quiere a su madre, a su hermana, a su sobrino pero por encima de todo tiene que quererse a ella misma porque nadie lo hará por ellos. ¡Qué vivan el dorado y la 46! Y sobretodo, 'Qué vivan las curvas infinitas!